Esa voz que se ancló en mis adentros
cuando llovía abandono y reinaban soledades,
vino suave cual arrullo, disipando oscuridades,
carcomiéndose los muros erigidos con lamento.
Pude sentir cada intento por posar sus simientes,
abriéndose paso en mi desolada llanura;
vulnerable a sus halagos, sin resistencia alguna,
me perdí sin reparo en su intensa corriente.
Y su roce silente dio respiro a mi tierra,
que exhaló bruscamente los temores ajados.
Germinó nuevamente el sendero dorado,
prisionero de un tiempo que con ello se cierra.
Esa voz misteriosa que se ancló en mis adentros,
hoy proclama su conquista en la cumbre de mi pecho
y mi alma ahora distinta se revela a su pasado,
declarándose emisaria, perpetuando su legado.
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